Seguir a Cristo es una elección que incluye renuncias

lunes, 17 de marzo de 2008
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Jesús dijo a sus discípulos:  “el Hijo del Hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”.  Después dijo a todos:  “el que quiera venir detrás de mi, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga, porque el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mi la salvará.  ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si se pierde o se arruina a sí mismo?”.

Lucas 9; 22 – 25

Esta palabra de Dios de hoy nos ayuda a meternos ya de lleno en la cuaresma. Y especialmente nos ayuda a entender cuál es la clave del discipulado, es decir, qué es lo más importante del discípulo. Cristo. Porque la cuaresma en definitiva quiere asociarnos a esto, quiere hacernos cristianos de veras.

De hecho, la noche de la Vigilia Pascual, vamos a renunciar a todo aquello que no sea de Cristo, y vamos a profesar, renovando las promesas bautismales, nuestra fe en aquel que nos salvó. Y por eso, en este primer día, inmediatamente la liturgia pone todo el panorama de este discipulado. Porque pasa que en el cristiano se realiza este juego constante, es como un trueque misterioso y sacramental.

Escuchamos muchas veces esto; “para nosotros los cristianos morir es vivir; servir es reinar; dar la vida por amor, es salvarnos; quien más da, más rico es. Pareciera una contradicción, y hoy el evangelio viene a decirnos el que quiere guardar su vida la pierde, pero el que la da, el que da toda su vida, la gana. A veces en los criterios humanos, este trueque de palabras que es misterioso, no es fácil comprender si uno no vive el don de la fe.

¿Cómo es posible que para tener vida haya que morir? ¿Cómo es posible que uno muere para vivir, uno sirve para reinar, cuando uno da, más tiene, cuando nos entregamos del todo más vida tenemos? ¿Cómo es posible este malabarismo de palabras que implican las actitudes fundamentales para un discípulo de Jesús?

Pero si nosotros nos detenemos a pensar, y si el tiempo de reflexión nos ayuda para esto, descubrimos que la realidad lo confirma. El mismo ejemplo del grano de trigo que muere bajo tierra y de este nace un tallo, una vida nueva, así como la sal se sumerge en la olla, y se pierde, y sin embargo se pierde dando sabor, se diluye, pero da sabor a la comida. Así como la noche pasa y engendra la aurora de un nuevo día, así Cristo, nuestro maestro, lo vivió. El Hijo del hombre se mete en la cruz.

San Pablo dice; “ el Hijo del hombre abraza la cruz, la asume, asume en la cruz en de los malditos, que es el signo del pecado, porque allí estaba nuestro pecado.” Asume la cruz que era un instrumento de ignominia, de tortura. Y al asumir la cruz y hacerla suya, adquiere victoria sobre sí. Y no solamente adquiere la victoria pascual, sino sobre el pecado y sobre el mundo.

Y esta clave que es una conjugación o malabarismo de palabras, hace que la cuaresma tenga este camino bautismal que nos va a ir presentando siempre; esta contraposición.

El libro del Deuteronomio, que hoy se va a leer como primera lectura, también nos habla de esto. Yahvé que le dice a su pueblo; yo pongo la vida y la muerte, tú elige. Si eliges la vida, vivirás conmigo para siempre. Si eliges la muerte vivirás la soledad. Pero para elegir esa vida, que es la que Cristo nos ha traído, en nosotros algo muere. Tiene que morir algo en nosotros.

Porque la única forma de alcanzar la pascua, que es este hombre nuevo, que Dios quiere hacer de nosotros, es muriendo a nosotros mismos.

En el Reino de los Cielos, no se vive si antes no se muere. En el Reino de los Cielos, en la Cruz el signo distintivo del cristiano, no existe la vida si antes no se pasa por la cruz de la muerte. Y estas no son palabras folklóricas o sentimentales. Es un estilo de vida. Que tantas veces nos cuesta entender. Primero porque es el estilo de vida que el Maestro eligió. Y también porque es el estilo de vida que nosotros, si queremos ser verdaderos discípulos, tenemos que ir asumiendo y abrazando desde lo profundo de nuestro ser. Por eso este asumir la cruz como Cristo hoy nos enseña, el que quiera seguirme, “el que quiera…”. Él no obliga a nadie. El discipulado no es una imposición u obligación. El discipulado es una elección. El que quiera seguirme que cargue con su cruz cada día, y me siga.

Por eso seguirlo a Cristo es una elección que incluye renuncias. Y muchas veces incluye hasta dolor y muerte. Especialmente incluye la negación de sí mismo; que es la negación a una búsqueda donde a veces egoístamente, nos queremos buscar a nosotros mismos.

El evangelio no entiende de esto, porque esto es egoísmo. Cuando nosotros nos buscamos a nosotros mismos para quedarnos tranquilos, conformes, quedarnos contentos con nuestra vida, con nuestra propia estructura que hemos forjado en nuestro vivir, hay que tener cuidado de eso porque, esa conformidad, ese conformismo, de querer salir con la nuestra, va vaciando de contenido nuestra vida de fe, y nuestra vida humana. Y entonces, llega un momento en que el hombre se encuentra con su propia soledad. Y eso se hace irresistible. Se hace imposible de resistir porque es la nada.

Un filósofo moderno, Sartre, decía que, “el hombre viene de la nada, y va a la nada”. Y en la nada existe. Un pensamiento moderno pesimista, del ser del hombre, tan pesimista es que en algún momento, lo llevó al mismo autor de esta frase, a Sartre, a desesperarse, de tal forma que este filósofo murió suicidado. Porque se encontró con el vacío. Con la nada.

En cambio nosotros comenzamos la Cuaresma queriendo darle sentido a esta búsqueda. Nos somos nada, ni venimos de la nada ni vamos hacia ella. Y nuestra vida puede tener sentido en esta realidad de elegir la cruz del Señor, como camino del discípulo, para que nuestra propia vida tenga sentido.

Es decir, me doy porque recibo. Me entrego porque allí da sentido a mi vida. Me vacío de mi pero para llenarme de otra realidad, que da sentido a lo que existe en mi. Desgarro mi corazón y mi vida, para que entre aquel que lo llena todo. Vaciándome me lleno de aquel que da sentido. Perdiendo el sentido del egoísmo, del acaparar, del conformarme con lo mío, yo puedo llenarme de aquel que da sentido e ilumina toda mi existencia.

Y por eso esta Palabra de Dios de hoy, tiene que largarme la gran pregunta: “¿A qué debo morir en esta Cuaresma para vivir?; ¿Qué decido romper en mi para ser más libre? ¿Cómo tengo que servir para amar?

“El que quiera seguirme, que cargue con su cruz de cada día y me siga”. Hoy Jesús, mientras empezamos los primeros pasos de la cuaresma, el nos presenta la verdad. Cristo siempre nos dice la verdad, nunca nos engaña. Este camino cuaresmal, es un camino exigente. Por eso es un ejercicio. Y a poco de andar, ya nos presenta la primera condición. Se nos presenta el gran signo de la Cruz, ayer se nos presentó el signo de las cenizas. Hoy también es el crucificado. Y el maestro que es el que acompaña nuestro caminar cuaresmal, hoy te dice; “¿A qué tenés que morir a ver? Mirá tu interior, mira tu corazón. ¿A qué debés morir para vivir? ¿Qué decidís desatar en esta cuaresma para ser libre? Para servir y en ese servicio amar?

Hoy te vuelve a decir, el que quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que se rompa a sí mismo, que muera a sí mismo, que cargue su cruz de cada día y se venga conmigo.

Precisamente, nosotros somos concientes de algo. El signo de la cruz, es un signo que siempre nos mueve. Nos conmueve. Y hasta por allí, a veces, nos revela. Pero hace presente la limitación. Siempre que hablamos de Cruz, hablamos de la limitación propia. Porque la cruz es el signo del dolor, del sufrimiento, y curiosamente en la Biblia, junto a la revelación de la fuerza de Dios, en muchos pasajes y acontecimientos, hay una revelación que es secreta, que hace presente este rostro de la cruz, en Dios mismo. Podríamos llamar una revelación de la debilidad de Dios. La cruz manifiesta esta situación de debilidad. La debilidad de Dios está ligada a lo que muchas veces la escritura, llama las entrañas de misericordia de nuestro Dios. Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento, aparece esta expresión. Dios tiene entrañas de misericordia. Y esta realidad de tener entrañas de misericordia, lo vuelve impotente enfrente al hombre pecador y rebelde. Este pueblo, nosotros, el del Antiguo Testamento, hoy nosotros como Iglesia, que somos duros en convertirnos. Que se rebela continuamente, con una rebelión de hasta oponerse al plan y al proyecto de Dios en nuestra vida. Y frente a este pueblo. Frente a mí que me rebelo, que soy un pueblo rebelde, ¿Cual es la respuesta de Dios? Nos vuelve a decir Dios en aquel texto del profeta Oseas; ¿Cómo voy a dejarte? Mi corazón está en mi trastornado. Y a la vez se estremece en mis entrañas, dice el profeta Oseas 11.

Y casi pidiendo excusas de esta debilidad suya, Dios sigue diciendo; “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?”

Esta realidad del Amor de Dios que se manifiesta en la Cruz, es una amor de madre, porque parte de la profundidad en la que la criatura se ha formado, y aferra luego a toda la mujer, haciéndole sentir al hijo como parte de sí, que nunca podrá separar de sí, sin que su ser más profundo se desgarre.

Así es el Amor de Dios con nosotros. Así es el amor de Dios conmigo. Así es el amor de Dios contigo. Es un lazo de tanta unión que no puede existir separación, por eso la causa de la debilidad de Dios es su amor por el hombre.

Porque ver a la persona amada destruirse con sus propias manos y no poder hacer nada, es algo terrible. Ver que la criatura se rompe, que la criatura se destruye, es algo terrible para Dios.

¿Pero Dios no podría impedirlo siendo omnipotente? Sí, sin dudas que si, que podría, pero destruyendo la voluntad del hombre, o sea destruyendo al hombre, por tanto, Dios sólo puede corregir, amonestar, suplicar, amenazar, y es lo que hace todo el tiempo a través de los profetas. Y también a través de la Iglesia que se levanta como profeta, en medio de nuestra historia y del mundo.

Pero la medida de este sufrimiento de Dios, no la conocíamos hasta que tomo cuerpo frente a nosotros en la Pasión de Cristo.

Allí es donde esta debilidad y este sufrimiento de Dios se hizo concreta. En la persona de Cristo. Cuando Él toma cuerpo frente a nuestros ojos, sobre todo en la Pasión, que no es más que la manifestación histórica y visible del sufrimiento del Padre por causa del hombre.

¡Qué importante que es esto! Porque da una nueva dimensión a la Cruz. Que no es sólo signo de limitación de castigo, de mal. No es signo de ignominia. Al contrario, ahora la cruz va a manifestar esta debilidad de Dios que toma la cruz, para demostrar su amor por nosotros que, flaqueamos.

Cristo fue crucificado en razón de su flaqueza, dice san Pablo.

Y nosotros los hombres, vencemos a la limitación, a la flaqueza justamente por flaqueza de Cristo puesta en la Cruz. La luz vence a las tinieblas. Y Cristo que fue crucificado por su flaqueza, vive por la fuerza de Dios. Es Él mismo el que repite ahora a su Iglesia aquel texto del Apocalipsis: estuve muerto pero ahora estoy vivo. Tengo la llave de la muerte y de lo profundo del abismo. Esa debilidad divina, es más fuerte que la fuerza de los hombres. Por eso la cruz se ha vuelto precisamente, fuerza de Dios, sabiduría de Dios, Victoria de Dios.

En la Cruz, en que padeciera la gran debilidad de Dios; Dios gana. No saliendo de su debilidad, sino llevándola al extremo.

No se ha dejado llevar al terreno del enemigo. Al ser insultado en la Cruz, el no respondía con insultos. A la voluntad del hombre para anonadarlo, Dios contestó no con la voluntad de destruirlo, sino con la voluntad de salvarlo.

¡Qué bueno es mirar la cruz desde esta perspectiva!

Siempre la cruz va a ser difícil. La de Cristo. San Pablo en la carta a los Hebreos va a decir; “a él le costó lágrimas y gritos!. Cristo suplicó al Padre, dice el apóstol, con fuertes lágrimas y gritos y el Padre lo escuchó. Y por su humilde sumisión, aceptó su muerte.”

Cuando a nosotros nos parece que el Padre lo escuchó a su Hijo, y a nosotros nos parece que la acción del Padre hubiera sido exceptuarle la Cruz, sin embargo, escuchándolo, acepta la cruz de su divino hijo, para salvación de todos los hombres. Acepta la debilidad para mostrarnos que nos ama.

Entonces aquí, la cruz tiene una nueva dimensión; que está en juego con esto que decíamos al principio de la Catequesis. Con este juego a veces de palabras. Morir para vivir. La sal se diluye para dar sabor; el grano de trigo muere pero da vida; ¡este es el misterio de la Cruz!

Es signo de debilidad pero para hacernos fuertes. La cruz que el mismo hijo de Dios, la asumido y no le escapó, se transforma en la manifestación concreta de la debilidad de Dios, para decirme que Él me hace fuerte. Y por lo tanto, en mi vida esta Cruz que se hace presente de tantas formas, tiene la misma característica: en tu cruz, en mi cruz, cada uno sabe la que tiene, allí con Cristo esa cruz no aplasta. Sino que, allí mismo tenemos la fuerza para dar sentido a lo que nos toca llevar.

¿A qué debes morir en esta Cuaresma? ¿A qué debes morir para vivir? ¿Qué decidís romper, desatar en vos, para ser libre? ¿Cómo tenés que servir para amar? ¿Cuál es la cruz que debes aprender a abrazar con amor, para poder vivir?

Este misterio de la Cruz, que estamos compartiendo, es una ley en el Evangelio. Y Jesús va a decirlo con frases que son frases de Cruz. Cuando dice; “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo, pero si muere da mucho fruto”, está dando una ley que Jesús vivió en primera persona. Porque su muerte fue real, pero más real, es la vida en abundancia que brotó de aquella muerte. Pero cuánto costó esa vida. Costó la muerte, y muerte en Cruz.

Y si Cristo se hace hombre, el Hijo de Dios, es la palabra eterna del Padre que se hace hombre por amor a nosotros, para llevar a cabo, en unidad plena con la voluntad del Padre su designio de salvación del mundo, la forma en que realiza esa transformación, esa redención es en la Cruz. A causa de su amor infinito por los hombres, se hizo en verdad y por naturaleza, eso mismo que Él amaba, se hizo hombre. Pero este abajamiento, abajamiento de Dios, que Pablo nos hace contemplar en el himno a la Carta a los Filipenses, presentándonos a Cristo en el acto de despojarse de su forma divina, para asumir la condición de esclavo y hacerse en todo semejante a los hombres; ese abajamiento es el misterio de la Cruz.

Porque es la imagen de un Dios que se entrega sin reservas, que da su vida sin medidas, hasta subir a la Cruz. Donde toma sobre sí, toda la culpa del mundo y Él, que es el inocente, el Justo, se hace semejante al hombre pecador. El que no tenía pecados, se hizo pecado por nosotros. Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose Él mismo maldición por nosotros. Aquí hay una realidad de Cruz.

¿Y cuál fue la cruz de Cristo? La cruz de cargar el madero, ese dolor físico de la flagelación. Fue todo eso, sin dudas. Y también fue el abandono, experimentó el abandono. Dios lo hizo pecado por nosotros. Y es en la Cruz, donde Jesús poco antes de morir, se dirige al Padre gritándole “¿por qué me abandonaste?! Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Y este es un grito misterioso, un Dios que se siente abandonado por Dios. En el momento culminante de su vida Jesús había sido traicionado por los hombres, los suyos ya no estaban con Él. Y ahora Dios, ese Dios que llamaba Padre parece callar. Es el Hijo que siente el vacío de su ausencia y pierde la sensación de su presencia.

Esa certeza inquebrantable de que no estaba nunca solo, de que el Padre siempre lo escuchaba, de que era instrumento de su voluntad, deja paso a esta súplica llena de angustia. Y entonces, parece que se oscurece lo que era más suyo, su íntima unión con el Padre, hasta el punto de no sentirse Hijo. Le dice al Padre “Dios mío ¿por qué me has abandonado?” No le dice Padre, le dice “Dios mío”. Se puede decir, que estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo con el Padre, y nacen porque el Padre cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros, y sobre la idea de lo que dice San Pablo “el que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros.”

Aquí está la clave, para salvarnos por amor a nosotros Dios hizo que su Hijo asuma la Cruz hasta lo último, hasta el extremo. El extremo que significa el abandono, que significa hacer silencio.

Cuantas veces, ustedes que son padres y madres, que tienen hijos, nosotros los consagrados, que nos sentimos también padres y madres espirituales de nuestras comunidades, de tantos hijos, cuantas veces vemos en el otro el error, el tropiezo, la caída, y cuántas veces uno que siente dolor interior por esto que le está pasando al otro, no puede hacer más que silencio. Pero no es un silencio que se cruza de brazos porque no hace nada, es el silencio más activo que puede existir. Es el silencio que más grita, es el silencio que sabe que hay que estar al lado del otro. Y que la única forma de redimirlo al otro, de ayudarlo al otro es precisamente estando al lado, en silencio. Porque, por así decirlo, el otro tiene que pasar por eso. No hay vuelta atrás. Y ése es el silencio del Padre Dios frente a su Hijo, que estaba desangrándose.

Es el silencio del Amor. A Dios Padre le importaba su amor para nosotros, tenía que dar hasta lo último para redimirnos. Este es el misterio grande de la Cruz.

Hay una oración muy linda que Chiara Lubich compuso, para hacernos entender este vértice en el dolor que alcanzó el Hijo de Dios y que se abre para nosotros como el Amor de Dios por nuestra vida. Y esta oración nos dice:

Para que tuviéramos la luz, te hiciste ciego.

Para que tuviéramos la unión, experimentaste la separación del Padre.

Para que poseyéramos la sabiduría, te hiciste ignorante.

Para que nos revistiéramos de la inocencia, te hiciste pecado.

Para que esperáramos, casi te desesperaste.

Para que Dios estuviera en nosotros, lo sentiste lejos de ti.

Para que fuera nuestro el Cielo, sentiste el infierno.

Para darnos una existencia gozosa en la tierra entre cien hermanos y más, fuiste excluido del Cielo, de la tierra, de los hombres y de la naturaleza.

Eres Dios, eres mi Dios, nuestro Dios de Amor infinito.

Este es el misterio de la Cruz, por eso la Cruz, que era signo de muerte, en Cristo se transforma en signo de Vida.

Y por eso muchas de nuestras cruces, que son signos de muerte, en Cristo resucitado, es un signo de Vida para nosotros. Pero para vivir esto, yo debo morir.

¿A qué debo morir en esta Cuaresma para vivir? ¿Qué decidís romper, desatar, para ser libre en esta Cuaresma? ¿Cómo podés vivir el servicio, para amar como una forma también de cruz? ¿A qué debes morir? ¿A qué debo morir para vivir?

Este misterio de la Cruz también nos alcanza a nosotros. ¿En qué sentido nos alcanza a nosotros? San Pablo va a usar una expresión muy bonita, va a decir “el grito del parto es el grito de la nueva Creación”. Es el grito de nuestro nuevo nacimiento como hijos de Dios. Pero este parto que es dolor, pero dolor que tiene esperanza, no se realiza sin nosotros. Por eso este amor extremo de Jesús en la Cruz, nos empuja a vivir, como él y en él, todo dolor que nos toque asumir. Y podemos hacerlo, si, podemos hacerlo, porque estamos invitados a reconocer en cada dolor personal y ajeno, una infinita sombra del Amor de Dios. Una sombra de su infinito dolor. Un rostro de Él.

Cada vez que se nos presenta el rostro del dolor, no lo alejamos de nosotros sino que lo recibimos en nuestro corazón, como si lo recibiéramos a Él. Y san Pablo termina esta expresión del dolor del parto, diciendo; “yo tengo que completar en mi carne, en favor de su cuerpo que es la Iglesia. Es decir, unir cada dolor al de Cristo, en la cruz, significa también convertirme con él y en él en un instrumento de salvación.

Y aquí se me ocurren algunos testimonios de pasajes de vida de nuestros santos, que los recuerdo ahora. Por ejemplo la vida del Cura de Ars. ¿Por qué los peregrinos de Ars se agolpaban, como un solo corazón y una sola alma, alrededor del altar en el que celebraba la Eucaristía, san Juan María Vianey? ¿Por qué, por ejemplo, los que asistían a la misa del Padre Pío, en san Giovanni Rotondo, les fascinaba el misterio que se realizaba ante ellos? Hasta el punto que perdían la noción del tiempo.

Y yo creo que en ellos veían a un sacerdote identificado con Cristo en la Cruz. Que podía decir como san Pablo, completo lo que falta a las tribulaciones de Cristo en mi carne a favor de su Cuerpo que es la Iglesia.

Por eso en cada misa nuestra, como en la del Padre Pío, como en la del Cura de Ars, tenemos a nuestro alrededor, al mundo entero, con todos los lugares en los que Dios llora. Con todos los pecados y sufrimientos de la humanidad. Lo oímos con nuestros oídos. Lo sufrimos con nuestro corazón.

Y dice san Pablo, dejamos que el Espíritu ore en nosotros, con gemidos inefables.

Todos nos podemos unir a Cristo crucificado que está allí en el altar. Y podemos identificarnos con Él. Si, así es nuestra fe. Podremos alegrarnos, alborozados en la revelación de su Gloria. Por eso Cristo crucificado, es nuestra esperanza.

Esta es forma también de vivir la cruz de Jesús. Porque cuántas veces cuando visito a algún enfermo, que hace tiempo que está padeciendo, que está postrado. Y los familiares lo primero que nos dicen a nosotros los curas es; “padre,¿Qué hizo para sufrir tanto? ¿Por qué, si es una persona buena, una persona que era creyente, rezaba? Y yo siempre repito esta frase que es del apóstol san Pablo; “Hay que completar en nuestra carne lo que le falta a los padecimientos de Cristo, en bien de su Iglesia”

El dolor y la cruz que cada uno carga, no es por mi. Cristo no cargó la cruz por él.

La cargó por nosotros.

Y a veces nosotros también, asumiendo este misterio de Cruz, estamos ofreciendo ese dolor, ese silencio, ese misterio de Cruz, y tantos otros se salvan. El admirable intercambio de que la Liturgia va a decirnos en la Vigilia Pascual. Yo también puedo morir para que otros tengan vida. Es el misterio acabado del dolor y de la cruz en nosotros. Y hace falta el don de la fe para entenderlo. Por eso, hoy comenzamos este primer día de cuaresma, y ya coronamos la catequesis de hoy, con esta frase de Jesús.

“El que quiera seguirme, que cargue con su cruz y me siga” Cargá tu cruz y seguime. Ése es el discipulado. Nadie puede ser mayor que el Maestro. Si el Maestro vivió esto, nosotros que nos decimos discípulos también tenemos que vivirlo. Aquí está el sentido pleno de la cruz. La cruz es al cristiano, lo que da sentido a su vida misma. No podemos pensarnos en cristianos sin cruz. No podemos pensar que nosotros, porque rezamos mucho, o porque creemos que tenemos mucha fe, estamos en una especie de campana de cristal, donde estamos protegidos para que ningún dolor, ninguna cruz, nos toque. Un falso concepto.

El cristiano, es cristiano cuando carga su cruz y lo sigue a Cristo. Y allí es plenamente discípulo.

Esta frase de san Pablo redondea nuestro encuentro de hoy. “Hay que completar en nuestra carne lo que le falta a los padecimientos de Cristo, en bien de su Iglesia” Para que el cuerpo de la Iglesia se redima.

Ahí puede haber una salida a este misterio de cruz que debo asumir día a día. Y abrazar en el dolor, en el dolor de mi vida en tantas situaciones personales.

Que hoy hagamos esta oración de san Agustín. “Que quiera lo que tú quieras y lo ame.”