Vivir en clave de amor y servicio

lunes, 25 de junio de 2007
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No juzguen para que Dios no los juzgue. Porque Dios los juzgará del mismo modo que ustedes hayan juzgado y los medirá con la medida con que ustedes hayan medido a los demás. ¿Cómo es que ves la basura en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo? o ¿Cómo dices a tu hermano: deja que te saque la basura del ojo si tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver para sacar la basura del ojo de tu hermano”.

Mateo 7; 1 – 5

Como hacemos siempre en la primera parte de nuestra catequesis, hacemos una lectura de Anselm Grün en el libro “No olvides lo mejor:  una inspiración para cada día”. Ponemos al aire estas reflexiones de las cuales muchas veces sacamos algunos elementos que también nos acompañan en nuestro camino por el mundo de la fe.

Dice Grün:  “El trabajo se convierte en oración cuando lo ejecuto en la presencia de Dios. Cuando trabajo en presencia de Dios, respondo a Dios con mi accionar, puedo abocarme totalmente al trabajo sin tener una separación dentro de mi cabeza, ya que compenetrarse en el trabajo tiene lugar frente a la obediencia a Dios y como respuesta a su presencia. También aquí la presencia de Dios marca mi manera de trabajar. Quien trabaja apresurado y en forma negligente, quien quiera resolver todo de una vez, cae constantemente fuera de la presencia de Dios. Trabajar en presencia de Dios requiere trabajar con calma interior y sin apuro, desde el propio centro, concentrado, abocado de lleno al trabajo.”

Que linda esta reflexión para comenzar la semana. Una semana en la que todos o casi todos tenemos nuestra tarea. Yo quisiera traer a colación las palabras de San Pablo a una de sus comunidades: “Nos hemos enterado que hay entre nosotros algunos que no hacen nada y se andan metiendo en todo” Normalmente, cuando uno anda al vicio, cuando no hace lo que le corresponde, se mete en lo que no le corresponde. Es decir, que cuando estamos fuera de nuestras obligaciones, no hemos descubierto el lugar que tenemos, estamos desubicados, y cuando uno está desubicado molesta a los demás. Vive molesto consigo mismo, insatisfecho, porque es una vida sin rumbo, manotea lo que viene, vive al azar, no tiene tranquilidad, no tiene sosiego, no va a tener nunca un norte, porque no hay escucha, no hay aceptación de un proyecto de vida, de una vocación.

Cuando uno hace lo que tiene que hacer, cuando uno escucha el llamado en la vida a lo que tiene que dedicar la vida, y uno busca caprichosamente otras cosas, uno ocupa el lugar que no debe ocupar. Ocupar el lugar que no debe significa ocupar el lugar de otro. Significa estar molestando, interrumpiendo, por eso creo que el cristiano, para poder servir, tiene que estar ubicado dentro del ámbito de los designios de Dios sobre él. San Pablo decía: “Nos hemos enterado que hay algunos que no hacen nada pero se andan metiendo en todo” y les dice esta palabra tremenda: “A esos los conminamos en el nombre de nuestro Señor Jesucristo a que trabaje, y el que no trabaje que no coma, el que quiera comer que trabaje”.

¿Cómo hacemos nuestro trabajo?. El pan que llevamos a nuestra vida diaria ¿es realmente digno?, ¿es salido de nuestra fidelidad?, ¿es el pan que alimenta nuestro deseo de continuar en el servicio?, ¿cómo es mi trabajo, es alegre, es dedicado, o estoy rezongando? A veces nos pasa que cuando tenemos que comenzar nuestras tareas, a veces estando en el lugar que tenemos que estar, sin embargo nuestro corazón está dividido, nervioso, insatisfecho, molesto.

Muchas veces estamos llenos de intranquilidad interior, por eso, por más que hacemos físicamente, externamente o materialmente nuestras tareas, como dice Grüm, las hacemos fuera de la presencia de Dios por ese estado de ánimo insatisfecho, atropellado, ansioso, incómodo. A veces hacemos cosas muy valiosas pero las hacemos rezongando. Muchas veces somos, los cristianos, en nuestra tarea como esas puertas de las casas que hace tiempo que están funcionando y las bisagras están secas por dentro y el roce de metal con metal cuando gira la puerta hace que la puerta empieza a chillar, se abre y se cierra pero siempre chillando.

He conocido muchas personas que están haciendo la tarea pero están rezongando, molestos, insatisfechos, disconformes, refunfuñando. ¿Por qué no hace las cosas en paz?, vivir en la presencia de Dios. Éste es el desafío por mi condición de Bautizado.

¿Cómo me voy a proponer vivir la tarea ésta semana? La semana pasada nos planteamos la catequesis en clave de comunicación, y decíamos pensar la comunicación desde el llamado a la comunión. 

También dijimos algo muy importante, que tenemos que aprender en el mundo de la comunión a discrepar pero nunca a discordar. Pensar diferente, tener criterios distintos implica madurar la razón de nuestra unión. La concordia es la unión de nuestros corazones y está por sobre la diferencia de los criterios. Lo que debe definir nuestra convivencia, nuestro diálogo, nuestro encuentro es el objetivo que se mete en el corazón y nos lleva a ir hacia adelante.

Esta semana quizás convenga plantearnos desde esta idea que nos deja Grüm: Mi vida, mi tarea, mi servicio diría yo, en clave de servicio. ¿Cómo hacer mi tarea en clave de servicio? Dándome, eligiendo hacer mi trabajo. Cuántas veces yo hago mi tarea y la hago por rutina, estoy acostumbrado a hacerla todos los días. Estoy tan acostumbrado que ya no me doy cuenta. Yo como cristiano no tengo que hacer cosas diferentes en mi trabajo, pero sí tal vez tengo que darle ese sabor, esa elección. Por eso cuando me encuentro con Dios en la oración también doy razón a mis pasos, o para que mis pasos encuentren su razón en el proyecto de Dios, lo acepto, lo agradezco, alabo a Dios y después, desde esa alabanza, desde esa oración de aceptación, de agradecimiento, puedo encaminarme a mi tarea. No estar en la tarea tenso, nervioso, angustiado, agobiado. Estar con Dios, con agradecimientos, con alegría, con dedicación.

Tenemos que descubrir de donde debe nacer mi amor a mi tarea, a mi trabajo. El amor debe nacer del encuentro, del descubrimiento, de una experiencia profunda. Yo estoy convencido de esto y es la experiencia que nos pasa a todas las personas, cuando la persona en el ámbito de lo humano se enamora, no necesita preguntarse los motivos por los cuales tiene que hacer un esfuerzo, hacer una renuncia, un cambio de programas, destinar tiempos, dejar cosas personales de lado, tiene una tendencia necesaria hacia el ser amado.

Esa tendencia, ese vínculo, esa relación que se establece, justifica, explica todas las elecciones, las opciones, el acomodamiento de los tiempos, y justifica todas las renuncias. Yo recordaba en una oportunidad unas palabras que tomaron mucha resonancia y se repitieron mucho del Obispo emérito Monseñor Karlic: “Quien no tiene una razón para morir no tiene una razón para vivir”. Parece una frase linda que llena de entusiasmo el alma, sin embargo, más allá del entusiasmo que pueda generar en aquellos que están bien dispuestos cuánta verdad que encierra ésta expresión.

Nos podemos preguntar cuáles son las razones que animan mi tarea, mi dedicación, mis sacrificios, mis desvelos. Cuántas veces trágicamente, son los miedos los dueños de mis acciones. O peor, la mentira, la comodidad, la conveniencia, cuando la mediocridad domina mi corazón. Cuántas veces, sometido a la experiencia de la mediocridad tenemos que enfrentar la vida y si toda la vida la mediocridad es la que hace que hagamos o no hagamos una cosa, nuestra vida va a estar como esa puerta con la bisagra seca. Siempre va a estar quejándose. Sólo la experiencia de la libertad interior del amor de Dios puede hacer que uno hasta en la tarea de entregar al extremo la vida, que es el martirio, pude hacerse con agradecimiento y con alegría.

Muy importante es el desafío que nos presenta Grüm para el día de hoy: poner nuestras cabezas y nuestros corazones en la tarea. El cristiano ¿cómo vive en la presencia de Dios si está ocupado? Una persona me lo preguntaba porque creía que mientras hacía las cosas que tenía que hacer tenía que estar levantando la cabeza hacia Dios y haciendo unos esfuerzos enormes para darse cuenta que estaba ante Dios, invocarlo. Creo que es clara la enseñanza de Grüm y también la de la Palabra de Dios.

Creo que hemos de vivir el deseo de Dios, el hombre o atiende lo que está haciendo o atiende otra cosa, no se puede atender dos cosas, entonces la voluntad de Dios, ese llamado que Dios nos hace de su amor a vivir un plan de vida, una vocación determinada, y por tanto un montón de tareas que tienen que ver con lo que necesitamos para la santificación y el crecimiento hace que en primer lugar tengamos siempre una disponibilidad para lo que Dios nos pida, en segundo lugar que dediquemos nuestra mente y nuestras potencias humanas y nuestra concentración a la tarea.

La manera de hacer la vida en la presencia de Dios no es estar pensando todo el día en El sino el saber consagrar la vida a Dios, tener sí los momentos fuertes de encuentros con El para tener la razón de su presencia en la actividad pero durante el tiempo de la tarea atender la tarea. Como ese monje que le decía a su superior: “Padre, cuando rezo el breviario, ¿puedo tomar mate? y el superior le dijo que no y como al monje le gustaba mucho tomar mate le dijo Padre, cuando tomo mate ¿puedo rezar la liturgia de las horas? y el superior respondió: por supuesto que sí, claro”.

La importancia entonces de poner mi vida y mi corazón en lo que estoy haciendo después de haber ofrecido mi vida, es la manera concreta de santificarme. ¿Cómo yo me hago santo? Yo quiero insistir en esto porque ¿cómo hacemos la tarea? Yo tengo un lugar, tengo una actividad, tengo una responsabilidad. ¿Cómo la hago? Porque ese “cómo” es la manera como va a pasar algo dentro de mí en mi relación con Dios y como Dios va a poder desarrollar su proyecto, porque Dios no vive haciendo milagros, Dios necesita de mi respuesta, de mi aceptación.

A Dios no le molesta si yo tengo límites, si yo tengo algunos defectos, límites en la educación, en las experiencias de vida, si tengo miedos, inseguridades, flaquezas. Dios no se fija en eso, lo que necesita el Señor es la rectitud interior que es fundamental para nosotros. ¿Cómo encaro la tarea?, desde una experiencia de entrega, poniendo la mente y el corazón. Pero esa entrega empieza en el encuentro primero con Dios. Insisto, este encuentro con Dios debe ser como el “clima” que genera que toda mi actividad y mi entrega real y responsable a las cosas que me tocan hacer sean también un instrumento para mi santificación.

Hemos dicho muchas veces: quizás que muchas personas piensan “si yo comulgo dos veces por día, voy a dos misas, si yo rezo mucho me puedo santificar”, bueno yo quiero decir la verdad y la verdad es que nosotros somos santos en la medida en que Dios nos santifica y Dios nos puede santificar, llenar de su espíritu y que vayamos adquiriendo la fisonomía de Jesús en la medida en que somos capaces también de optar por obedecer a los impulsos del Espíritu Santo. En una palabra, para la tarea que me toca siempre he de preguntarme: Y tú Señor, ¿qué quieres de mí? Esta pregunta tan llana, tan concreta y tan simple, pero tan aterrizada. ¿Me levanto yo para hacer los planes de Dios para mi persona u organizo mi vida en torno mi concepto de bien y responsabilidad y entonces vivo sometido a la locura de cumplir con mis objetivos?

Qué importante es que mi fe haga que mi vida se ordene desde el diálogo con Dios y que mi actividad sea vivida entonces con esa entrega y con esa paz que Dios da en la oración. Esa paz va a hacer que yo no corra detrás de mi trabajo sino que mi trabajo sea realizado siempre dentro de mis límites y siempre con el deseo de poder realizarlo del mejor modo posible con ese sentido profundo que tiene la verdad que hay en mi entrega, ese sentido que me dice que mi tarea edifica al que está al lado mío, que tiene que ver con mi comunidad, que no es algo aislado, que no hago lo que yo quiero, que necesito ser fiel a esto, porque de esta manera, con esta fidelidad puedo hacer que Dios sea Señor también en la obra de mis manos.

Y con Santa Teresa podríamos decir en esta mañana: “Nada de turbe”, frente a tu tarea, a tu trabajo ofrecido a Dios pero hecho con atención, con dedicación. Un trabajo en el que no necesitas estar pensando en Dios.

Si te acuerdas de Dios, del amor de Dios, si tienes mucho agradecimiento, si tienes esa conciencia profunda, y sobre todo esa vivencia que Dios te sostiene, naturalmente en medio de tu trabajo vas a poder conjugar las dos cosas, esa responsabilidad y dedicación, ese esmero, empeño y paz en el servicio y a la vez podrás levantar tu mente al Señor para recordarlo, alabarlo, para volver a ofrecerle, para pedirle. Instintivamente, quien vive la relación con Dios percibe también el achaque de las limitaciones y las tentaciones del demonio en la vida y por eso así como es capaz de estar presente con conciencia en su tarea y dedicarse con paz, si sufre tentaciones es capaz de pedir con humildad a Dios la gracia para no caer, para ser fiel, para vivir conforme a su designio, pedir la gracia de vivir con paz desde Dios mi tarea.

Hacerla conciencia, entregar lo mejor de mí, poner toda la carne en el asador como dice el refrán y de esta manera Dios me dará también esos golpes a mi corazón por los cuales llamará mi atención aún en medio de mi actividad para que le diga “Yo te amo, yo te agradezco Señor, yo te bendigo, ayúdame, te confío esto Señor, yo te alabo Señor.”

“Nada te turbe, nada te espante, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta”.

Vamos a pedir la gracia del Espíritu Santo. Queremos poner en el aire la proclamación de la Palabra de Dios y hacer también nuestra meditación en esta mañana en la catequesis para ayudarnos a vivir en esta clave de amor y servicio en nuestra tarea para que toda nuestra vida sea una actitud desinteresada, de darnos del mejor modo posible y con alegría a la luz de la enseñanza del Evangelio y con la fuerza del Espíritu Santo.

La medida que usemos para los demás será la medida con la que el Señor se regirá con nosotros. Con esta Palabra comprendo un poco más la enseñanza de la oración del Padrenuestro: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Esa directa proporción entre lo que yo le pido a Dios y lo que estoy dispuesto a dar a mi hermano. Es el llamado y el desafío que me hace Jesús en la Palabra de este día. Vivir la experiencia del amor, el juicio.

Ese juicio condenatorio, despreciativo, condenatorio, que hace que yo saque a mi hermano de mi vida y le niegue sus posibilidades, no lo reconozca, no necesite de él, o quizás lo desprecie o simplemente lo ignore, sea indiferente para mi hermano o haga en mi interior que mi hermano sea indiferente para mí. Distintas maneras de vivir una experiencia de muerte desde mi propio corazón.

Muchas personas viven esta experiencia de muerte por el juicio que lleva al desprecio y la bronca hacia su hermano. Pero no es que no debamos juzgar, sepamos entender las palabras. Recordemos que el Evangelio habla con palabras, con palabras a su vez dichas en un contexto, en un tiempo, y a la vez traducidas a distintos idiomas, por tanto llega la palabra con una fuerza tal vez mutilada, distorsionada muchas veces por los cambio idiomáticos, por eso también hemos de saber interpretar, juzgar. Uno de los deberes de las personas es hacer un juicio sobre la realidad, sobre las personas.

Cuando el Evangelio dice no juzgar no nos está negando la responsabilidad como seres inteligentes, racionales, de establecer un juicio de la conducta de las personas, sobre las personas, o sobre las situaciones y posibilidades de las mismas. Un juicio todos debemos tener, porque si tenemos la responsabilidad de responder desde la verdad, responder a la verdad, tenemos también la responsabilidad de un juicio. Para eso Dios nos dio la inteligencia, pero no nos la dio para que hagamos de ella un juicio en el que, aferrados a nuestra pequeña manera de ver, absolutizemos y hagamos pasar la realidad por esa mirada. Un juicio abierto al amor, un juicio abierto a Dios, un juicio abierto a las posibilidades, un juicio que no niega, que no cierra mi corazón.

Yo puedo saber y debo saber que la persona que viene a mi encuentro tiene tal situación, tal problema, que está en tal actitud. No es un pecado saberlo, no es un pecado tener una definición sobre el entorno, es mi deber tener eso. ¿El pecado en qué consiste?, en que yo le niego la posibilidad al otro, le niego la posibilidad de cambiar, de que vaya adelante, de que se pueda resarcir, de que pueda reformarse, de que pueda convertirse, le niego mi persona, mi disponibilidad, porque mi juicio no me permite relacionarme. De alguna manera podemos traer a colación lo que decíamos el lunes o martes de la semana pasada: discrepar es parte del juicio, por eso discrepar es algo sano.

Puedo tener un juicio, puedo tener un juicio contrario a lo que yo quisiera tener de mi hermano, pero la realidad es esa. Pero no discordar, no romper mi comunión, no dejar afuera de mi amor a mi hermano porque tenga tal defecto, porque se equivocó, porque me hizo un daño, porque me hizo un daño, se abusó de mí, me faltó a la confianza. Me podrá producir un dolor muy grande, tengo un juicio claro de lo que pasó, pero tengo un amor que me mueve a no dejarme vencer por la mezquindad de mis juicios.

El Señor no pide que no tengamos un juicio, pide que no midamos despreciando, solamente eso. Pero yo puedo quizás temer hacer juicios acerca de los demás, puedo tener miedo, pero tal vez mezquinamente, como diciendo: “ A no, yo no voy a decir nada, no voy a pensar nada, no vaya a ser que después a mí me pase lo mismo, porque si yo seré juzgado de acuerdo a como yo juzgue a los demás entonces yo voy a ser buenito con todos y voy a ser delicado y bondadoso para no ser juzgado de la misma manera; a mí me van a tratar bien si yo los trato bien”. Un concepto así, dicho tan torpemente, puede estar entremezclado, animando y mostrando como hay mezquindad en mi corazón.

El llamado de Jesús en realidad es un ejercicio definido de la misericordia y de la compasión. El Señor, lo que enseña en el Evangelio no es a que yo especule, no se trata de especular, no se trata de que no pueda tener juicios, se trata de que yo no condene, de que yo no deje afuera, al contrario, que la pobreza y la limitación que pueda encontrar en mi prójimo, por un lado no me haga olvidar que yo también soy un pecador, que yo también necesito de la corrección, de la ayuda, de la palabra orientadora, o porque no, que me tiren las orejas, porque me aman, entonces me corrigen porque me quieren. Como dice el refrán: “Porque te quiero te aporreo”.  Jesús enseña el ejercicio positivo de la misericordia, una actitud de entrega generosa, concreta, auténtica, y si voy a tener que corregir a mi hermano y hacer un juicio, que sea para ayudarlo, no para condenarlo, pero no olvidar que eso también me obliga a mí.

No olvidar nunca mis propias pobrezas, mis propias miserias. Muchas veces, hasta la experiencia de pecado puede servir de mucho al bautizado para saber que no es nadie más que un servidor de los demás, que no tiene que estar mirando la realidad ni al prójimo por sobre su hombro, sino que tiene que abajarse a la altura de los demás. Quizás el lugar apropiado para vivir la experiencia de Jesús es estar en actitud de servicio y en los pies de las personas, allí donde tenemos que volcar nuestras lágrimas como la mujer pecadora, bañando los pies con sus lágrimas y secándolos con sus cabellos.

En la caridad, en el ejercicio profundo de la caridad, concreto, se va purificando y transformando nuestra vida, es un llamado al amor el que me hace Jesús, no un llamado a vivir un no sino un llamado a vivir un sí rotundo, en clave decidida de servicio, en una actitud concreta de estar al servicio de la construcción y de la transformación mía y de mi hermano. Estar con las manos en la tarea, la tarea de amar, ese amor que me debe llevar también a ayudar a mi prójimo, a corregir a mi prójimo, corrección, que según los deseos y las insinuaciones del Señor, compromete un criterio de unidad en mi vida, una coherencia en mi vida.

Quiero ayudar a mi prójimo, quiero orientar a mi hermano equivocado, quiero corregir, ¡qué lindo!, pero no te olvides que lo haces desde lo profundo de tu humildad, desde tu pequeñez, que Dios te ha dado la gracia quizás de percibir que tu hermano tiene necesidad de corrección, quizás te da el envío de ayudarlo de alguna manera con palabras certeras, con mucha caridad o con gestos, personalmente o a través de otras personas, pero que eso te involucra más profundamente en la necesidad de tener una coherencia contigo mismo, que tu también estés luchando por ser mejor, por amar, por superar tus defectos, por vencer tu pereza, no ser tan egoísta, ser concreto en compartir tus bienes con el que te rodea, estar más atento a las necesidades de la persona que tenés cerca, hacer algo por alguien necesitado en vez de estar cómodo, egoísta, pensando en ti mismo. Hay un llamado a la conversión.

Detrás de esta vocación al hermano, de este entender que tenemos que construir nuestra vida juntos, que nos necesitamos, pero que eso implica un trabajo en lo personal, un llamado al amor y a la construcción de la dignidad de mi hermano simultáneamente el llamado a no olvida simultáneamente mi pecado, mi defecto, y mi necesidad personal primero de conversión.

Quizás así como existe un temor de Dios, que es don del Espíritu Santo que me lleva a tener miedo de ofender el amor de Dios, en el fondo no será nada más ni nada menos que el mismo amor de Dios que me va haciendo proceder teniendo en cuenta mis pobrezas con humildad, así también debo ser temeroso y respetuoso de la vida, de la conciencia y de las situaciones de mi hermano.

Por un lado no juzgarlo rápidamente condenando, por otro lado juzgarlo para ayudarlo, para acercarme, para comprender si tiene un error, ser compasivo. Muchas veces el defecto que me escandaliza de mi prójimo, el pecado, la situación errónea, el estar establecido en una mala actitud que tiene mi prójimo, que me doy cuenta y me duele pero a veces es mismo me anula, me aísla de ella, me tiene que provocar.

Cuando mi hermano está equivocado hay una provocación del Espíritu, el Señor me está mostrando un error, no para juzgarlo y burlarme, o despreciar, me está pidiendo algo a mí. Pero cuando te muestra el error del otro te está mostrando tus pobrezas, te está haciendo el llamado a la comunión con tu hermano, que más allá de su pobreza, de su error, de su pecado, es tu hermano, es parte tuya, tiene tu misma sangre espiritual, ha sido redimido por el mismo Cristo y tiene el mismo sol que le regala el Padre igual que a ti. Es tu hermano, ese es el desafío.

¿Cuántas personas no puedo querer?, ¿por cuántas personas siento rechazo?, porque son defectuosas, porque son afeminados, porque son duros, porque son agresivos, porque llevan doble vida, porque mienten, tienen una forma de ser desagradables, porque son sucios, que se yo, hay tantas cosas concretas que hacen que yo juzgue y desprecie. ¿Qué me está indicando mi limitación? ¡Cómo no puedo quererlos! Me viene a la memoria en este momento aquella imagen de la historia de los santos, los grandes hombres de Dios: Tan grande es el amor del Señor que llegaban a atender a los enfermos que estaban tirados en las calles, y buscaban aquello que quizás tenían más olor, más desagradables, más resistibles, a esos especialmente iban a curar, abrían, tocaban sus llagas, le ponían el aceite del consuelo. Sólo la caridad hace digan la vida del hombre.

Hipócrita, saca primero la viga en tu ojo y podrás ver para sacar la basura del ojo de tu hermano”. El proceder en el amor, en la caridad, con los defectos del prójimo, supone ésta mirada real: yo voy no porque tengo condiciones para corregir sino porque tengo el llamado y el deber de amor de hacerle bien a mi hermano, pero lo hago desde mi conciencia clara de pecador, soy pobre yo también, por eso voy a servir.

Si yo voy a corregir para refregarle el defecto y así humillarlo a mi hermano, denigrarlo, hacerlo sentir mal a los demás, ¿dónde está el amor?, si no está el amor no hay posibilidad de una corrección, salvo que el hermano que recibe mi corrección mal hecha, hecha con rencor, desprecio, por molestia, salvo que mi hermano tenga una humildad tan grande en su corazón que hasta de mi actitud mala pueda el sacar un provecho el y diga “tiene razón, tengo que cambiar” y les aseguro que hay gente que tiene esa disposición por gracia de Dios y que dan testimonio de Jesús, y no dejan de ser grandes porque tengan defectos por los cuales puedan ser corregidos, son grandes por su humildad.

Quiera yo ser pequeño, aceptar la corrección de mi hermano y aceptar el llamado del Señor a servir a mi prójimo orientándolo no porque ya tenga resuelto mis cosas pero sí ciertamente porque me interesa ser mejor, porque quiero avanzar, porque quiero vivir la dinámica de la caridad, porque oro, porque pido a Dios, porque me examino, porque también me exijo a mi mismo, pero no porque ya lo tenga logrado, no porque sea ideal o perfecto sino porque el Señor me pone en una situación de amar y de servir. Que nuestra clave de amar y servir, a lo largo de esta semana, anime esta jornada y todos nuestros días.