En un pueblo estaban perplejos: el Cristo de la Capilla había comenzado a palidecer. Un fenómeno que a muchos sorprendió y a otros no tanto ya que había mucho chisme en el vecindario.
La improvisada reunión en la plaza central encontró una solución: iban a llamar a un sabio de la región conocido por quitar defectos y generar virtudes.
Cuando finalmente llegó al poblado habló muy poco y mantuvo siempre una mirada gélida. Le mostraron el motivo de su llegada. Miró unos instantes al Cristo cada vez más deteriorado e inmediatamente con palabras firmes ordenó que todos los vecinos fuesen a verlo a contar sus historias así podía identificar lo malo en cada hogar con el fin de devolver a la imagen el consuelo. Los días fueron pasando y los silencios fueron creciendo a medida que la gente finalizaba la entrevista.
Súbitamente, una lluvia tenue pero intermitente extrañó a los lugareños de más edad.
A la semana, el clima del lugar sorprendió al visitante con una fuerte gripe. Los intentos de los vecinos por sanarlo no daban resultado, pasaban los días y la salud del sabio empeoraba.
Una noche pasaba por la puerta de la capilla un niño que trabajaba en la montaña y que no estaba al tanto de los sucesos. Escuchó una tos muy fuerte. Temeroso pero listo a ayudar, dejó el caballo en la entrada y abrió la puerta. Encontró a muchas personas atendiendo al anciano y a la imagen tapada con un lienzo.
– Porqué lo taparon? – preguntó señalando el altar
– Se tiene que sanar – le respondió una anciana
No supo qué lo motivó, pero se acercó a la cama improvisada donde el sabio intentaba reposar. Le preguntó quién era ya que nunca lo había visto pero obtuvo un silencio así que él comenzó a relatar su historia. Le habló sobre su familia, el caballo y sus aventuras y de las cosas que veía cuando se quedaba a dormir en la montaña. El enfermo empezó a sonreír.
Los días fueron pasando. La tos se apagaba y las risas entre los dos crecían. Los pobladores no podían creer la amistad que se había creado. El niño no lo había dejado ni un instante. A la semana el sabio se animó a levantarse ya que el sol había vuelto junto con su salud.
– Tengo que volver – le dijo el pequeño mientras subía al caballo
Le contestó a su nuevo amigo con una enorme sonrisa y lo saludó hasta verlo perderse entre los montes. Luego, al igual que en su llegada, ordenó que lo dejaran solo en la capilla. Se encerró unos minutos dejando caer unas lágrimas. Retiró el lienzo de la imagen y un Cristo brillante, como recién tallado, comenzó a llenar de luz el recinto.
Al otro día, mientras la gente festejaba el milagro, el anciano se fue silenciosamente.
El pueblo comenzó a desparramar la noticia de un niño misterioso, un sabio morador de la montaña. Uno que quita lágrimas, espanta silencios y reparte sonrisas.