Ahí ya en los umbrales de la Navidad, que fundamentalmente es una fiesta cristiana, por supuesto. La fiesta del nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, pero también, digamos, Navidad es fiesta para los que no son creyentes o son de otra religión; también es fiesta de alguna manera de familia, fiesta donde uno celebra cosas lindas. Decimos que es fiesta de familia, Navidad podríamos decir que la mesa del altar, del templo se traslada, se prolonga a la mesa del hogar. La Navidad se celebra en familia y por eso decimos que no es Navidad sin rostros, sin mesa que se agranda no sería Navidad sin capacidad para dar cabida a los que normalmente no están, sin olvido también de las ofensas, sin deseos de mejorar nuestros vínculos, de suavizar nuestras contradicciones; no sería Navidad. No dejaría que nazca nuestra esperanza, y creo que es así.
Por otro lado, es una fiesta donde los sentimientos de alguna manera se agudizan, digamos. Por un lado nuestros recuerdos lindos de infancia, y también el recuerdo de los que ya no estarán. nuestras ganas de ser más buenos, y también a veces la pena de sentir que somos los mismos, digamos, de siempre, que nos cuesta hacernos más buenos o ser más buenos.
En Navidad saldrá a la luz el cariño de los que nos queremos, y también se va a notar lo que permitimos que durante el año posiblemente haya quedado sin resolverse, sin hablarse sin reconciliarse; o sea, el deseo de tener a Dios en el corazón y a veces esa tristeza de no habernos preparado mejor.
Y por otro lado, creo que es común un poco a todos, en Navidad uno renueva los deseos de ser más bueno. Se dice que es lindo llegar al pesebre con un deseo, con un anhelo. Y creo que frente al niñito Jesús o frente a todas las formas de niñez, es decir, de inocencia, de desamparo, de fragilidad; movilizan en el corazón el deseo de ser buenos. El deseo, sobre todo de nosotros los grandes, de limpiar nuestra mirada enturbiada por nuestra falta de inocencia, de rescatar al niño que llevamos en el propio corazón y que a veces nuestra “madurez”, nuestra “adultez” lo tiene al niño éste arrinconado, amordazado, no lo dejamos jugar y cantar en el corazón para que ojalá liberado de nuestras seriedades, de nuestras adulteces, ese niño que está en el corazón recupere su capacidad de asombro.
Dicen que Belén no es una ciudad de nuestro mundo, sino que Belén es un rincón del corazón humano. En Belén hemos nacido todos. En Belén se apacienta nuestra infancia.
Pero por otro lado esa bondad que deseamos, que anhelamos, esa bondad que venimos a mendigar al pesebre no es la de quien se desentiende de las cosas. No es una bondad híbrida, melosa, que a veces es más cercana a la insulsez que a la mansedumbre. Se dice que hay dos formas de bondades: la de los inocentes, los niños, los enfermitos; y la bondad de los caídos perdonados, es decir de aquellos que somos frágiles y tenemos la experiencia de la misericordia de Dios. Esta segunda es la nuestra, o sea, la bondad no como un estancamiento en la niñez, sino como una conquista ardua de la madurez. Se dice que al pesebre se entra haciendo niño o humillandose mucho, doblando el espinazo de nuestras seudo-importancias.
Y por otro lado, solía decir Padre Arrupe, que fue el general de los jesuitas hace años, que la bondad se manifiesta en las manos. No es algo abstracto, sino que se manifiesta en las manos símbolo de los gestos. Manos que ayudan, manos que enjugan lágrimas, manos que estrechan la mano del pobre y del enfermo para infundir valor, manos que abrazan al solo para darle ternura, al adversario para inducirlo al acuerdo, manos que escriben una hermosa carta a quien sufre y sobre todo si sufre por nuestra culpa. Manos que saben pedir con humildad para uno mismo y para quienes nos necesitan, manos que no tienen miedo a los trabajos más humildes.
Creo que de alguna manera este es, no sé si el único sentimiento, pero creo si es uno que andamos necesitando este pedir; este trabajar interiormente y pedirle a Dios cada uno desde su religión, y nosotros cristianos de un modo especial allí al pie del pesebre. Pedir con mucha humildad la gracia de la bondad, de ser más buenos con todo lo que eso implica.
Ángel Rossi, sjAdaptación