Si necesitamos un don en nuestro tiempo ese es el de la reconciliación. La anhela nuestro corazón y los lugares violentados de nuestro mundo. Hay tantos miedos que nos llevan a cerrar fronteras, a formular juicios, y a establecer divisiones…y hay Alguien empeñado en hacernos hombres y mujeres capaces de perdón: de amar a las personas tal como son y de hacerles presentir, más adentro de sus heridas, su propia belleza.
No podemos desear un mundo más reconciliado si no trabajamos cada uno por obrar esta reconciliación adentro y para eso necesitamos sentirnos de la misma pasta que los demás, igual de torpes y de necesitados. Dios reconcilia en Jesús (asume en él, abraza en él) toda la historia humana, y esta es la buena noticia: que somos aceptados de manera irrevocable sin tener que sacar nada de nosotros, sin tener que ocultar nada.
Celebrar la reconciliación es acoger, una y otra vez, este “Sí” a nuestra vida, a cada vida, con todo. Y sentir, por unos instantes, conciliada nuestra existencia, nueva bajo otra luz. A través de gestos muy sencillos, en tantos escenarios cotidianos, entregándonos unos a otros, hasta setenta veces siete, esa voz que vale una vida entera: “te quiero y te perdono”.
Hace unos años una amiga me decía que por mucho que lo intentáramos nunca llegaríamos a amar tan libre y generosamente como Jesús, y entonces le di la razón, pero me impresionó descubrir que lo que se nos regala es “el mismo Espíritu” que a él le llevó a amar y a perdonar así… ¿Por qué no podría llevarnos también a nosotros si Le dejamos?
Texto original de Pastoral S.J.