Un camino de ida

viernes, 28 de julio de
image_pdfimage_print

Anoche mi papá me comentó que mientras volvía a casa escuchaba la radio, y no sabía quién estaba hablando sobre un libro que no se acordaba quién había escrito sobre la vida de San Francisco de Asís. Lo que le había resonado, y era lo que me quería comentar, era que resulta que Francisco no era santo, no había estado en ningún convento ni nada, sino que era un muchacho de familia más o menos bien, que no quería seguir con el negocio de las telas de su padre, que lo habían mandado a pelear en las batallas que se libraban durante la organización de lo que después sería Italia, que volvió resulto a desprenderse de todos sus bienes, incluso de su familia, y que se piantó. Que le gustaban los animales y que llegó hasta a hablarle a un lobo para que no lo atacara. Esta no es exactamente una transcripción de lo que mi papá me contó, pero son los hechos y en el lenguaje en que lo hizo. 

Al margen de las varias imprecisiones, y de que se trata de una mirada bastante superficial sobre la vida de este gran santo -sea porque en el programa de radio que mi papá escuchara lo hayan presentado así, o porque él no escuchó lo suficiente- yo me quedé pensando en la idea que se esgrimió de que Francisco no fue santo durante su vida porque no hacía vida monástica (no digo religiosa para no generar confusión, ya que entiendo que sí lo fue, al fundar la orden).

Y eso me llevó a pensar que muchas veces no tenemos muy en claro de qué se trata la santidad, este concepto, por llamarlo de alguna manera, que parece reservado a unos pocos elegidos, iluminados, que están como por fuera de este mundo, y que finalmente recordamos en estampitas. Se piensa que es como una especie de estado, sea del alma o del cuerpo, de pureza, incompatible con este mundo, y que por eso se reserva a quienes están “encerrados en un convento”, o a sacerdotes, etc.

Yo no soy teóloga ni mucho menos, y desconozco si hay una definición de santidad; lo que se es que hay muchas cosas que los cristianos conocemos no por haberlas estudiado sino porque en algún momento las hemos aprendido de nuestro Padre Celestial que las guarda y las revela a los más pequeños y de maneras muy simples.

Lo que se es que la santidad es una vocación del hombre, por ser criatura de Dios, hecho a Su imagen y semejanza. Y una vez que el hombre descubre esa vocación, como una llamada del Padre que lo despierta, se vuelve el inicio de un camino que ocupa toda la vida terrena y que culmina en el Cielo.

Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo, dice Jesús. Alguien me dijo que esa perfección es la santidad, por lo que se debería entender: Sean santos como santo es el Padre que está en el cielo. Y si leemos ese pasaje del evangelio en el libro de Mateo o Lucas, vemos que Jesús está hablando del amor, amor perfecto, el que se entrega entero a amigos y enemigos -porque sino, cuál sería el mérito-. Entonces, ¿no tiene que ver la santidad con el amor? ¿no es el camino de la santidad un camino de perfección del amor -a Dios y al prójimo-? ¿no es amando, soportando, sufriendo, perseverando, como uno se santifica? Sospecho que sí. Y si eso es cierto, ¿es necesario encerrarse para lograrlo? ¿es condición sine qua non llevar vida consagrada? Entiendo que no, porque si asi fuera, entonces no sería un camino para todos. Ahora, basta dar una mirada al santoral para descubrir santos que durante su vida han sido padres o madres de familia, niños, adolescentes, jóvenes, misioneros, educadores, médicos, etc. Pareciera que la santidad no pasa exclusivamente por la vida consagrada, que no se trata de un estado de vida, sino de algo más simple -y no siempre más sencillo-: descubrirse amado por Dios Padre y amar; sea cual fuere el estado de vida de cada quien, las circunstancias, las situaciones, las tribulaciones. Simplemente buscar a Dios y procurar agradarle allí donde ha sido puesto, por amor, sostenido por la fe y animado por la esperanza. Recuerdo ahora, por ejemplo, a Santa Mónica, que se santificó soportando y sufriendo en extremo, por amor, las penas a causa de su esposo y su hijo. o Santa María Goretti, que se santificó sirviendo con tanto amor a su familia y soportando violencia hasta dar la vida por defender la pureza.

Y eso por no referir a personas no canonizadas que seguramente alcanzaron un mayor o menor grado de santidad; y aquí me detengo a considerar esta cuestión. No es santo necesariamente quien llegó a los altares; lo discurrido hasta ahora lo explica, supongo. El camino de santidad culmina – o al menos llega- hasta la Gloria de Dios. Pero ¿quién puede afirmar si tal o cual fue premiado con la corona? Ese es un juicio reservado al Señor. De manera que los santos reconocidos por la Iglesia y que nos sirven de modelo a seguir son sólo algunos, cuya santidad se ha podido probar mediante milagros obtenidos de su intercesión ante Dios. 

Y todavía más, ¡cuántas personas hay viviendo entre nosotros, cuyo ánimo de vivir en santidad se puede sospechar, “ver” con ojos de fe y amor, por el testimonio de grandísimo amor que nos transmiten con sus vidas! Basta mirar un poco a nuestro alrededor para distinguirlas, e incluso contagiarnos. 

En fin, no es mi intención ilustrar al lector acerca de esta cuestión, no tengo autoridad ni conocimiento suficiente para eso. Simplemente comparto estas reflexiones que el Espíritu movió en mi corazón. Seguramente nuestro querido San Francisco no pasó sus días encerrado en un convento; más aún probablemente si así hubiera sido no hubiese vivido esa fascinante locura de amor que vivió, totalmente entregado al servicio, despojándose de toda posesión, usando al máximo ese hermoso don que Dios le regaló y que todos conocemos: ese de sentirse hermano de toda criatura, fuera ser humano, animal, vegetal, astro, etc. Esa locura fue su camino de santidad, y cada uno de nosotros tiene el suyo. Ojalá tengamos la valentía de transitarlo con constancia hasta el final, en comunión con Jesús, para así alcanzar la Vida Eterna.

 

 

Amanda Melgarejo