El trabajo como participación en la obra creadora de Dios y en la redención de Cristo

miércoles, 27 de mayo de 2009
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“Sucedió que cuando Jesús acabó esas parábolas, partió de allí, viniendo a su patria. Les enseñaba en las sinagogas de tal manera que decían maravillados: “¿De dónde le viene esta sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María y sus hermanos José, Santiago y Judas y sus hermanas no están todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto? Y se escandalizaban a causa de Él. Pero Jesús les dijo: “Un profeta sólo en su casa y en su patria carece de prestigio.” Y no hizo allí muchos milagros a causa de su poca fe.”

Mateo 13, 56-58

El trabajo como participación en la obra creadora de Dios (basado en la Carta Encíclica de Juan Pablo II Laborem Exercens)

En la Palabra de Dios está escrita muy profundamente esta verdad fundamental: que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, por medio de su trabajo participa de la obra creadora de Dios y, según sus propias posibilidades, continúa completando y desarrollando cada vez más -en el descubrimiento de los recursos y los valores encerrados en todo lo creado- la obra que Dios ha comenzado.

Cuando pedimos que Dios complete la obra que Él mismo ha comenzado, en el fondo lo que estamos pidiendo es que nos dé la fuerza, la inteligencia, la sabiduría para poder entresacar de todo lo creado, todo lo que nos ha dado en los recursos naturales para compartir entre todos y desde allí, en una justa distribúción de las riquezas, poder participar todos del beneficio que surge del fruto de la tierra con el esfuerzo del trabajo.

Es al comienzo de la Palabra de Dios, en el Génesis, donde la misma obra de la Creación está presentada bajo la forma de un trabajo realizado por Dios durante seis días para, en el séptimo día, descansar. Por otra parte, el último libro de la Sagrada Escritura resuena aún con el mismo tono de respeto hacia la obra de Dios, la que ha realizado a través del trabajo creativo, cuando dice: “Grandes y estupendas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso.”

El texto del Apocalipsis tiene una analogía perfecta, exacta, con aquél otro que aparece en el Génesis, donde Dios se muestra como el que hace todo bien (“y Dios vio que todo era bueno”). Esta descripción de la Creación que encontramos en el primer capítulo del Génesis, en cierto sentido nos abre a lo que podríamos llamar junto a Juan Pablo II “el Evangelio del trabajo”. En esta dimensión de la Buena Nueva del trabajo aparece la dignidad del mismo.

¿Dónde está la dignidad del trabajo en su esencia más profunda? En la posibilidad que el hombre tiene de imitar a Dios, el Creador. El elemento singular que aporta el trabajo, la perspectiva teológica, es justamente que el hombre trabajador participa de la gracia de la Creación de Dios como trabajador. Jesús mismo reconoce esta condición del Padre: mi Padre sigue trabajando todavía. Con lo cual está afirmando que el acto primero de la Creación se continúa en el proceso y en el desarrollo del crecimiento del universo y de la humanidad en particular con quien el Padre Dios ha querido participar de este acto creativo. Mi Padre sigue trabajando todavía. Obra con la fuerza creadora, sosteniendo la fuerza del universo que ha llamado al ser desde la nada. Y obra no solamente con la fuerza creadora, sino con la fuerza re-creadora en el Hijo que salva y rescata, y que le da un sentido hondo y profundo al trabajo cuando Él mismo se ubica como trabajador: ¿Acaso éste no es el hijo del carpintero? se preguntan sus paisanos.

Nosotros tenemos que ir recuperando esta dimensión a la hora de encontrar en el trabajo la fatiga, el sudor, el dolor que lo genera como dice la propia Palabra, el esfuerzo por entresacar de la naturaleza lo mejor que tiene para nuestra recreación. El trabajo es una participación en la obra de Dios. Lo enseña el Concilio Vaticano II: los quehaceres más ordinarios con los que los hombres y las mujeres realizan su trabajo mientras que procuran el sustento para sí y su familia, de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador. Sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de un modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia.

Cada mañana cuando te despertás y ves la Creación de Dios, ponés manos a la obra para colaborar con la obra creadora de Dios. En cualesquiera que sea la tarea laboral, cada vez que uno dice que sí para darle paso al manos a la obra, repetimos el acto creador y la vida se recrea, por más pequeño que sea nuestro trabajo.

Es necesario que recreemos una espiritualidad cristiana del trabajo y que llegue a ser patrimonio común de todos.Juan Pablo II decía que hace falta de una manera especial en esta época que la espiritualidad del trabajo que seamos capaces de recrear juntos demuestre aquella madurez que se puede lograr con sabiduría cuando aparecen las tensiones propias del proceso del trabajo.

Lejos de pensar que la adquisición que hemos logrado en la conquista que la naturaleza nos da como recurso escondido en el esfuerzo y el crecimiento de la técnica y el desarrollo; y lejos de oponernos a esto (como de hecho sí se opone al Creador la actitud omnipotente de cierto modo de trabajo sobre lo ya dado), nosotros tenemos que poner en comunión lo ya recibido por el acto creador de Dios, de lo transformado por el acto creador participado nuestro en el quehacer de todos los días.

El hombre no se puede olvidar de que lo que recrea es propio de lo que ya le ha sido dado y de lo que participa, para comenzar a hacerlo nuevo. Esto es justamente la espiritualidad de la recreación en la participación del acto creador de Dios. La conciencia de que el trabajo participa en la obra de la Creación es el móvil más profundo para emprenderlo en muchos sectores.

La Lumen Gentiumdecía: “nosotros debemos conocer la naturaleza íntima de las creaturas, su valor, su ordenación a la gloria de Dios. Y además tenemos que ayudar a lograr una vida más santa mediante nuestra actividad para que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz; debemos procurar que por la competencia en los asuntos de todos los días y por la actividad elevada desde dentro por la gracia de Dios, los bienes creados se desarrollen según el plan creador y la iluminación de la Palabra de Dios mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil alcancen su plenitud.”

¿Qué está diciendo el documento? Que no solo debemos ser trabajadores responsables sino también competentes en lo que nos toque. Si nos toca ser el científico más comprometido en la búsqueda de la salud de las personas, hacerlo con excelencia. Y si nos toca barrer las calles de la ciudad, hacerlo con excelencia. Pero no con la excelencia por la exigencia de la perfección en sí misma, sino por esta hondura de reconocimiento que brota de estar haciendo algo que es participación del quehacer de quien es el único capaz de hacer nuevas todas las cosas. ¿Sos consciente de que lo que hacés, si lo hacés en Dios, se transforma en un milagro cotidiano del que participás?

Cristo, el hombre del trabajo

El hecho de que nosotros como hombres con nuestro trabajo participamos de la obra creadora de Dios, ha quedado particularmente de relieve en la persona de Jesús. Aquél Jesús ante el que muchos de sus oyentes en Nazareth permanecían estupefactos y se decían “¿De dónde le viene esta sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? No solamente Jesús anunciaba, sino que ante todo cumplía con el trabajo. El Evangelio confiado a Él, la Palabra de la sabiduría eterna era su gran labor. Era el Evangelio del trabajo el que llevaba adelante Jesús, y el trabajo de anunciar el Evangelio. Jesús, el Dios hecho hombre, ha santificado el trabajo con su presencia en el mundo del trabajo. Y en este sentido, cuando nosotros participamos del mundo del trabajo, entramos en comunión con esta dimensión de santidad con la que Dios ha bendecido este ámbito.

Aunque en las palabras de Jesús no encontramos un preciso mandato de trabajar (antes bien, una vez mencionó la prohibición de la excesiva preocupación por el trabajo), aparece la elocuencia de la vida de Cristo, en forma inequívoca: Él pertenece al mundo del trabajo, tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; Él mira con amor el trabajo en sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particicular de la semejanza del hombre con Dios. ¿No es Él quien dijo mi Padre es el viñador, transfiriendo de varias maneras a su enseñanza aquella verdad fundamental sobre la que el trabajo se expresa ya en la tradición del Antiguo Testamento? Jesús es trabajador, y cuando quiere hacer valer un ejemplo que cale hondo en el corazón del que escucha, cita al médico, alfarero, navegante, servidor, mercader, obrero, albañil, agricultor, pastor, pescador… son hermosas las palabras de Jesús también sobre los trabajos de las mujeres…

Jesús es un trabajador y entiende el mundo del trabajo como nadie. Jesús habla con el lenguaje del mundo del trabajo, porque ha mamado en su propia casa esta realidad del trabajo, que tiene su fatiga y su recompensa. A ese lugar, tan particularmente contradictorio de fatiga y recompensa, podemos encontrarle desde una espiritualidad del trabajo un sentido de mayor plenitud, viendo el trabajo humano a la luz de la cruz y la resurrección de Cristo. Ésta es una dimensión esencial, en la que la espiritualidad fundada en el Evangelio penetra en lo más hondo del sentido del trabajo. Todo trabajo, tanto manual como intelectual, está unido inevitablemente a la fatiga.

El Génesis lo expresa de manera verdaderamente penetrante, contraponiendo a aquella original bendición del trabajo contenida en el misterio mismo de la Creación, unida a la elevación del hombre como imagen de Dios, la maldición que el pecado ha llevado consigo. Por ti será maldita la tierra, con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida. La fatiga forma parte del trabajo. Uno llega al final de la jornada después de mucho trabajar y siente el cansancio. Incluso a veces aparece al medio de la jornada. Se siente el peso del trabajo, a veces se acumula en el tiempo… con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, de ella has sido tomado. Es casi como un eco de estas palabras lo que sentimos en la laboriosidad de lo cotidiano: al consumirse las energías por el esfuerzo y la entrega, sentimos como propios lo expresado en la Palabra.

El Evangelio pronuncia en cierto modo su última palabra al respecto en el misterio pascual de Cristo, porque la fatiga propia del trabajo, el dolor que genera, el sudor de la frente con el que hay que entresacarle a la tierra lo mejor que tiene para darnos (y que no lo da de suyo porque ha sido afectada por la fuerza del pecado), en la cruz de Cristo ese esfuerzo se hace esperanzador. De hecho, el participar del trabajo asumiéndolo dentro del proceso doloroso de Jesús en la cruz, nos hace estar frente al trabajo de cara a lo saludable que el trabajo trae cuando ha sido bien hecho. Fatiga y alegría son las dos caras del trabajo. El hombre participa del acto creador del Dios creador, y participa con el esfuerzo del misterio de la Redención. Como dice Pablo, completo en mi carne lo que falta del sufrimiento del misterio de Jesús en la cruz.